viernes, 28 de octubre de 2016

La mesa de la Palabra: Causa perdida



       Santo Domingo de Scala-Coeli Dominicos Córdoba





Causa perdida 

La causa perdida trae en su mochila conceptual dosis varias de imposible o, cuando menos, de muy difícil logro. Es abonar el inalcanzable éxito, indicar la negada conversión, afirmar un inverosímil cambio, en una palabra, es firmar la derrota al comienzo del partido.

¿El mundo nuestro de hoy, el hombre mismo, son, acaso, causas perdidas?  La realidad que observamos a diario adelanta una respuesta afirmativa: conflictos por doquier, religiones enzarzadas en todo menos en lo que deben, heridas que no paran de sangrar, revanchas intergrupales, ruido en exceso y pocas palabras dialogantes, irrelevante mensaje de las iglesias, poderes que deshumanizan, frivolidad imperante… Tremendo panorama. Sin embargo, aunque así se perfile el hoy de nuestro mundo, en rotundo no admito que el hombre y su historia sea una causa perdida, pues firmaría así la muerte de la esperanza, la imposible tensión buscadora de tantos hombres honrados y la inanidad de las creencias de no pocas comunidades martiriales que buscan el rostro del Padre según la guía del Maestro de Galilea.

¿Causas perdidas, entonces? No, en absoluto; en el mejor de los casos, causas pendientes, en las que aún es posible la decisión, el compromiso, la mirada compasiva, el dejar que Dios sea Padre en nuestras casas, cosas y causas. El evangelio nos reitera un recado ilusionante: que el Hijo del Hombre ha venido a buscar lo perdido, a ilusionar los corazones derrotados, a aliviar a los cansados, a darnos a todos los que le seguimos la habilitación necesaria para vivir con ilusión y ser así capaces de ayudar a vivir a los demás. Que no es poco.

Fr. Jesús Duque OP.


jueves, 20 de octubre de 2016

La mesa de la Palabra: Poner deberes a Dios



Santo Domingo de Scala-Coeli * Dominicos * Córdoba





Poner deberes a Dios 

La precariedad en la que nos desenvolvemos los humanos, cuya vigencia el creyente admite sin reservas, nos empuja a decirle a nuestro Padre Dios lo que nos apremia, lo que somos, lo que deseamos con urgencia, lo que nos gustaría, lo que tiene que hacer en nuestro favor y ¡ya! No merecemos, pensamos, que nos responda con su silencio, porque para algo creemos en Él, nos decimos con ademán convincente. Después de todo no somos tan malos y nos portamos bien con él, aunque cabe en nuestra conducta necesaria mejoría.

¡Pobre Padre, nuestro Dios! Lo tenemos aturdido al no dejamos de martillearlo con nuestras pequeñas grandes cosas noche y día; perplejo, porque le hacemos saber que esperamos de él beneficios que no están en su mano, la cual, además, no tiene varita mágica alguna; desconcertado, cuando le hacemos relación de nuestros supuestos méritos, en alarde mendaz, para inclinar su voluntad a nuestro interés; cansado ante tamaña estolidez de sus hijos que le decimos lo que tiene que hacer con nosotros y con nuestra parentela.

A propósito de la página evangélica que narra la parábola del fariseo y el publicano cuando suben al templo a orar (Lc 18, 9-14), y aún admitiendo con asombrosa facilidad la insolencia de la actitud del fariseo, no acabamos de caer en la cuenta de que se trata no tanto de un modo de orar, cuanto de una manera de vivir ante Dios y los hermanos. Puede que nos sintamos seguros al admitir que nuestra vida es grata a Dios y que nos ocupamos en condenar a los demás. Terrible ingenuidad la nuestra. ¿Nos atreveremos a cambiar? ¿Dejaremos de hacer relación de nuestros supuestos méritos y, al contrario, abriremos nuestro corazón a la fecunda misericordia del Padre? ¿Reconoceremos sin complejos la restauradora mirada compasiva que Dios tiene siempre con nosotros, aunque estemos ayunos de méritos y títulos religiosos? ¿Dejaremos, de una vez, a nuestro Dios ser Padre de misericordia?