sábado, 21 de enero de 2012

Oración: Escuchando los latidos del corazón de Cristo

 Ronald Rolheiser

¿Cómo oír un latido del corazón? Al final de su novela  “Un Mapa de Cristal”,  Jane Urquhart hace que su heroína Silvia recuerde cómo una vez, cuando era pequeña, su padre, que era doctor, le regaló un  estetoscopio de juguete. Ella estaba fascinada con el regalo: “Me encantaba la pequeña campana plateada en los extremos de los dos tubos, una campana que podía colocar contra mi pecho para oír el tambor, la música palpitante de mi propio complicado y fascinante corazón”.


Nuestros corazones son complicados y fascinantes y todos nosotros seríamos más amables con nosotros mismos y encontraríamos nuestras vidas más interesantes si escucháramos con más regularidad sus latidos. Ése es también el secreto en nuestra relación con Cristo. Necesitamos poner un estetoscopio contra su corazón y escuchar su ritmo complejo y fascinante. ¿Cómo lo hacemos?
En el evangelio de Juan se nos da para esto una imagen mística. En el relato de Juan de la Última Cena  hay un discípulo, a quien él describe como “aquel a quien Jesús amaba”, que se reclina en el pecho de Jesús. Obviamente esto connota una profunda intimidad, pero también intenta transmitir algo más. Si apoyas tu oído sobre el pecho de alguien, puedes oír el latido de su corazón y ese sonido comienza finalmente a reverberar suavemente a través de todo tu propio cuerpo.

Así pues, para Juan ésta es la imagen del perfecto discipulado. Nosotros somos “aquel a quien ama Jesús” y necesitamos reclinar nuestras cabezas en el pecho de Jesús de forma que oigamos el latido de su corazón y, desde ahí, asomarnos al mundo. El estar en sintonía con el latido del corazón de Jesús y el recostarnos en su pecho con placer e intimidad nos dará a la vez la visión y alimento que necesitamos para vivir nuestras vidas como deberíamos.    

Como sabemos, “aquel a quien Jesús amaba” podría haber sido históricamente el mismo Juan. Pero aquí el evangelio se refiere también a cada uno de nosotros.  Efectivamente, cada uno de nosotros tiene que ser el “discípulo amado”, que se reclina en el pecho de Jesús con especial intimidad. Para Juan, esto constituye el verdadero centro del discipulado y hace parecer pequeño todo lo demás (carisma, ministerio eclesial, incluso profecía) en cuanto a su importancia. Ciertamente, en la Última Cena, Pedro (el Papa, el líder de la Iglesia) ni siquiera puede hablar a Jesús directamente, sino que debe formular su pregunta por medio del “discípulo amado”. De esta forma Juan nos dice que la intimidad con Jesús es más importante que cualquier carisma o rol de liderazgo.  

Y ése es nuestro reto y nuestra llamada: Tener tal intimidad con Cristo que nos lleve a reclinarnos sobre su pecho, a oír sus latidos, y a mirar al mundo desde esa perspectiva. Pero, ¿cómo hacemos eso en la práctica? 

Recostarse en el pecho de Jesús no coincide con  la imagen que tan brillantemente describe William Blake en su poema “Infant Sorrow”, donde el miedo y el dolor sugieren que lo mejor es “enfurruñarse sobre el pecho de mi madre”. En tal caso nuestros ojos se nos vuelven hacia adentro, o los cerramos, y lo que estamos buscando es sólo nuestro bienestar. La imagen de Juan, en el evangelio,  dice algo más.

Su imagen es la de la intimidad de los amantes, en la que el vínculo de intimidad ofrece profundo bienestar, pero también pone en sintonía un corazón con el otro de tal forma que la energía y fuerza fluyen, primero de quien consuela, y después de quien recibe el consuelo.

La imagen funciona de esta manera:  Tenemos que reclinar nuestra cabeza sobre el pecho de Cristo, sentir su intimidad, percibir el latido de su corazón, sentirnos llenos de su bienestar, y entonces permitir que la energía y la fuerza que sentimos dentro fluyan por medio de nosotros hacia el mundo. Y se supone que eso nos colmará con la visión y el alimento que necesitamos para vivir como es debido. 

En cuanto a la  visión: Cuando estemos escuchando el latido del Corazón de Jesús y mirando al mundo desde allí, percibiremos  lo que significa simple y llanamente amar, más allá de las ideologías, más allá del hecho de ser liberal o conservador, más allá  de las diferentes escuelas de pensamiento, y por encima de nuestras opiniones y de las de los demás. Tendremos también una visión de la renuncia de nosotros mismos y del auto-sacrificio, por encima de nuestro confort, de nuestras propias ambiciones, y por encima de la sincera (aunque reducida) capacidad de la sociedad para renunciar al placer y a lo inmediato a cambio de algo más profundo y más significativo a largo plazo.

En cuanto al alimento: Cuando estemos escuchando el latido del corazón de Cristo, sintiendo su consuelo espiritual, y mirando al mundo desde allí, nosotros también encontraremos más fácilmente fortaleza para mantener nuestros corazones blandos e indulgentes, cuando nos percatemos de que todo es duro y difícil; para mantener  nuestra lengua amable,  cuando todo es chisme y calumnia, y para mantenernos a nosotros mismos conscientes de los dones de los otros, cuando todo alrededor son celos y envidias. Lograremos más fácilmente la capacidad de perdonar, a pesar de nuestras heridas; de vivir en castidad, aun inmersos en una cultura permisiva y en exceso provocativa; de ver hermosura dentro del trago y el deber; de percibir lo sagrado dentro del aburrimiento y la monotonía,  y de permanecer conscientes de la presencia de Dios dentro de la ausencia total de Dios que a veces nos abruma.

Nuestra sensibilidad personal debe ser como un estetoscopio que oiga los latidos del corazón de Cristo, siempre complejo y fascinante.


Tomado de Ciudad Redonda

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