jueves, 4 de marzo de 2010

Via Crucis III: Todos te condenaron

PRIMERA ESTACIÓN: Jesús condenado a muerte
Te condenaron todos, desde los príncipes de los sacerdotes hasta la plebe. Todos los hombres, con sus negros juicios y sus lenguas sucias. Y tú callabas.
Porque hoy son tantos los ruines que piensan mal, los que cortan con sus lenguas y ensucian con sus bilis. Porque hoy todos los reos son jueces en torno de tu silencio. Porque yo también pensé con ofuscamiento, hablé con precipitación, condené con injusticia. Porque así estamos, Señor, verdes de envidia, clamando y murmurando. ¡Perdónanos, perdón!

SEGUNDA ESTACIÓN: Jesús carga la cruz
Entre todos la echaron sobre tus hombros. Tú no cediste a su peso, no la dejaste caer.
Porque son muchos los que siguen con el mismo juego, los que no gustan llevar la cruz que merecen, la del trabajo y la del sudor. Porque entre nosotros hay demasiados que sacuden sus yugos y demasiados que llevan los ajenos. Porque también escurrí yo el hombro. Porque aún hay esclavos que sudan y tiranos que engordan. ¡Perdónanos, Señor!


TERCERA ESTACIÓN: Jesús cae por primera vez
Te empujaron. Fueron muchas las manos que empujaban. Querían verte caer. Y lo lograron. ¡Señor! ¡Son tantos hoy los que te empujan! Son muchos los jóvenes que caen. Ellos, en la haraganería, en el odio, en la negra codicia. Ellas, en la liviandad... Pero, ¿quién tienen la culpa? Por ellos te pido, por los de arriba que empujan con sus injusticias y trapacerías. Por todos los que empujan. Por mí, que tanto empujé con mi mal ejemplo. ¡Perdónanos, Señor!

CUARTA ESTACIÓN: Jesús encuentra a su Madre
Tú la encontraste en la calle. Tú, el hijo del Hombre. Ella, la Señora. Y pensasteis en nuestras calles y en nuestros encuentros. Por eso, por nuestra calle y por nuestros encuentros, por las miradas de todos los hombres sobre todas las mujeres, porque ya el respeto desapareció en los hombres que sacuden sus cruces. Porque ya en ellas los hombres ya no ven a madres. Porque ya en ellas las lágrimas no se estilan. Porque yo también preferí la selva libre a la amargura y seriedad de la calle. Por todo ello, tú, Madre, y tú, Señor, ¡perdón!

QUINTA ESTACIÓN: El Cirineo ayuda a llevar la cruz
Lo hizo a la fuerza y de mala gana. Porque nadie quería libremente ayudarle, nadie. Hubo que contratar a un hombre. ¡Señor! Por todos los egoístas; los que alzan sus hombros y pasan indiferentes; los que dejan en la cuneta de la vida a los hombres con sus cruces, tirados; los que, a lo más, arrojan sus limosnas a la salida de sus juergas; los que alquilan hombres para andar ellos más desenvueltos; por ellos y por los cirineos de pega, los que hacen teatro de su misericordia y compran el cielo con las pesetas que sobran. Como yo, Señor, con mi atroz egoísmo y mi fachada honorable y mi voz exigente. Por tanta farsa, Señor, ¡perdónanos!

SEXTA ESTACIÓN: La Verónica enjuga el rostro de Jesús
Nadie se atrevía hasta que salió una mujer, una beata. Y se reirían todos de ella, la empujarían, la pisarían. Pero, en su lienzo quedó el milagro.
Igual, exactamente igual. Hoy el miedo nos domina, ese inmenso miedo al mundo, a su juicio y su condena. Porque hay una cobardía epidémica entre nosotros y todos dejan pasar el mal y nadie se atreve. Porque en tanto, tú solo caminas con la sangre y el barro sobre el rostro. Porque también yo me hice el indiferente y el espectador. Porque todos nos reímos de la beata. Por eso, por nuestra falta de virilidad cristiana. ¡Perdón, Señor, perdón!

SÉPTIMA ESTACIÓN: Jesús cae por segunda vez
Otra vez te empujaron los mismos, los de siempre: el culto fariseo y el soldado rudo, el «príncipe» de derechas y el zafio de la plebe. Y tú quedaste bajo la cruz.
Ahora te pido por todos los empujados. Los que no se levantan y los que no saben levantarles. Les tiraron al arroyo, les tiraron a la cárcel, les tiraron al barrio de la miseria. Y bajo las cruces de sus pecados ahí están. Por ellos y por mí, víctima también, Señor, tú lo sabes, de los que me enseñaron a mentir, a aprovecharme de los otros... ¡Perdónanos, Señor!

OCTAVA ESTACIÓN: Jesús y las hijas de Jerusalén
Lloraban ellas y tú reprendiste sus lágrimas. Querías algo más que llantos. Querías obras. Hablaste del infierno y seguiste tu camino. ¡Cuántas plañideras y, sobre todo, plañideros inútiles! Todos los que se quejan, los que protestan, los que votan en contra, siempre con sus hombros sin carga ni cruces. Los que salen al camino a ver cómo otros sudan. Y yo, ¿qué he hecho y en qué he sufrido por quejarme tanto? Señor, perdona la hipocresía de mis lágrimas.

NOVENA ESTACIÓN: Jesús cae por tercera vez
Otra vez por tierra. Pero de nuevo surgiste. No podías más, pero pudiste. Había que llegar hasta el fin. Y llegaste. Por eso, perdonarás a todos los que se cansaron, a todos los que de veras sufrieron y cargaron, pero al fin quedaron rendidos ante la tercera caída o la tercera faena. Los cansinos, Señor. Los que buscaron excusas para su decepción y pesimismo. Los que dijeron que «para qué más». Los que no quisieron seguir haciendo «el primo», mientras tantos espectadores se daban la buena vida. Ellos y yo, con mis baches de misantropía y mis rachas de desconfianza; yo, el débil, el cansado; yo, el aburrido; yo, tantas veces con mis ilusiones por el suelo... ¡Perdón, Señor, perdón!

DÉCIMA ESTACIÓN: Jesús es despojado de sus vestiduras
Te dejaron sin nada, bienaventurado en tu pobreza de sangre y desnudez. Y tú les bendecías y les perdonabas. Hoy también los perdonas. A todos los que te despojan, a todos los hombres de rapiña y codicia. Los que llaman operaciones a sus robos y negocios a sus crímenes. Los maldecidos en tus parábolas por sus hambres de riqueza. Los que se juegan a los dados la túnica de los pobres.
Perdóname, Señor, porque también yo quise quedarme con algo y también yo no creí en la bienaventuranza de la pobreza. ¡Perdónanos, Señor, tú, pobre y desnudo, a mí, codicioso y arropado!

UNDÉCIMA ESTACIÓN: Jesús es crucificado
Tu carne quedó abierta, floreciendo el árbol seco de la cruz. En tanto, tú pedías perdón y pensabas en nuestra carne. La carne, la nuestra, la carne de mi tierra con sus hambres y sus fiebres, sus debilidades y pecados. La carne de todos mis hermanos. En unos, sucia y macilenta. En otros, perfumada, cálida y tentadora. Por aquéllas y por éstas. Por la mía, en su debilidad y en sus ardores, en su tentación y en su penitencia. ¡Señor Jesús, con tu carne partida, perdónanos!

DUODÉCIMA ESTACIÓN: Muere Jesús
Inclinaste la cabeza ofreciéndote al Padre y llamando a la muerte. Cuando quisiste, cuando todo estuvo consumado. Y quedaste muerto y entre nuestros muertos, los que murieron mirándote desde tu derecha o maldiciéndote desde tu izquierda. Nuestros muertos, los que te confesaron y los que te negaron. Los que hoy te confiesan con sus labios, muerta el alma, y los que te niegan desde su cruz, el alma herida. ¡Cuántos muertos, Señor! ¡Cuántos, frente a tu muerte, en nuestra tierra de muertos! Por todos ellos y por mí, tu pequeño muerto a tu gracia, tu ladrón bueno; por todos, Jesús muerto, ¡perdónanos!

DECIMOTERCERA ESTACIÓN: El descendimiento
Tu cadáver está sobre el seno de la Madre. Todo está silencioso, terriblemente silencioso y en sombras. Ahora te pido perdón sobre esta sombra y silencio para los que se escaparon a la ciudad, para los que no creyeron, para los que dejaron sola a tu Madre y para los que, humildes, mientras los demás corrían, te bajaron de la cruz. Te pido perdón para los sencillos, para los humildes, para los infelices, para los que quedan cuando los otros huyen, para los que pecan por infelicidad o hacen sus trabajos por rutina. Y para mí, Señor, tan vulgar en mis virtudes como en mis pecados. ¡Perdón!

DECIMOCUARTA ESTACIÓN: Jesús es sepultado
Unos pocos te llevaron al sepulcro. No creían, sólo ella esperaba. Los demás, no. Los demás lloraban y nada más. Porque muchos no saben hacer otra cosa, porque no esperan, porque no creen en tu resurrección. Porque en su mezquindad perdieron la confianza. Porque la plaga del desánimo, de la fatiga, de la deserción cubre mi tierra. Y porque yo mismo me siento atacado, llorando ante tu sepulcro y el de nuestros muertos. Por todo ello, Tú, Señor, ven con tu saludo de paz y tu promesa de vida a vengarte así de nuestra desconfianza, a disipar así nuestros temores, a iluminar, por fin, nuestras penumbras, a perdonar, Señor, a perdonar...

P. LLANOS, en «Nueva Semana Santa», Secretariado Nacional de Liturgia, 1972


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