miércoles, 20 de enero de 2010

Sobre mí (24 de enero)


Si hay algo que nos defina como personas son nuestras palabras y nuestros actos. Así convencemos a los demás, y cuidando ésto crece nuestra personalidad. Cuando no hay unión entre acciones y palabras entonces estamos ante gente hipócrita. Cuando sólo nos define el hacer, o solamente el hablar, estamos ante gente incompleta. Nadie convence por un bonito discurso; tampoco por unas acciones que no se sostengan sobre unos principios. Las lecturas de este domingo nos hablan de personas “ajustadas”: maduras y coherentes en sus dichos y en sus hechos.

El pueblo de Israel acoge la palabra inspirada por Dios (la Toráh) y la convierte -en el silencio respetuoso de la escucha- en motor de vida. Pablo invita a que no exista contradicción entre lo que una comunidad dice profesar (importancia de todos, inspiración del Espíritu) y lo que visualiza en sus actos más cotidianos. Y Jesús, la Palabra hecha Vida, abre a la posibilidad de que las acciones cristianas sean comunicación de Dios.


Porque Dios no se queda en palabras; ni siquiera en palabras que animan o estimulan. Tampoco en el lenguaje hermoso de la oración y el silencio. Ni siquiera en palabras de ánimo o de consuelo, tan necesarias a veces. Dios actúa y así se comunica. “Hoy se cumple esta palabra”. Porque Dios es de los que siempre cumplen su Palabra.



Es posible que en estos tiempos hablemos mucho. Que nuestras palabras se confundan con tantas como a lo largo del día circulan. Quizás gritamos demasiado para ser mejor oídos, e incluso llegamos a juzgar para imponernos. Los cristianos, la Iglesia. Pero nos falta actuar. Actuar proféticamente para hacer cierta la palabra que decimos. La Palabra que es Dios. “Hoy se cumple”, sin hacer ruido, cuando ponemos nuestra vida al servicio de los otros; como hermanos, no como jueces; como compañeros, no como maestros; como pequeños, no como importantes.


Porque el “Espíritu del Señor” sigue estando sobre mí, sobre ti. Y nos sigue mandando. Porque sigue habiendo montones de cautivos que exigen libertad, hundidos bajo tantos escombros. Y ciegos que necesitan visión y color. Y explotados, y hambrientos, y tristes, y desesperanzados… Y sigue siendo necesario anunciar el tiempo de gracia del Señor.

Domingo III del Tiempo Ordinario (C)
Nehemías 8, 2-4a. 5-6. 8-10
Sal 18
1 Corintios 12, 12-30
Lucas 1, 1-4; 4, 14-21

 

1 comentario:

  1. Colaboración Pastoralsj.Org
    Que las palabras estén vivas...
    Por José María R. Olaizola, sj
    ¿Cuántas palabras has dicho o escrito hoy? Tal vez un correo. O has cambiado tu “estado” en tuenti. O en el tablón de un amigo has puesto un comentario. Quizás alrededor de un café has hablado de tal o cual persona, has compartido consejos, has intercambiado ideas. O has hablado por teléfono con tu madre, que, más allá de las palabras concretas, en cuanto oye tu tono de voz sabe si estás bien o no… Ahora mismo estás asomándote a este artículo, en el que, por cuestión de espacio, las palabras están contadas (medida idónea: unas cuatrocientas cincuenta)

    Vivimos saturados de palabras. Nos asaltan desde las canciones, están en los perfiles virtuales, en libros, en mil y una conversaciones.Hablamos, decimos, escribimos, escuchamos, leemos… Algunos, por las situaciones concretas que nos ha tocado vivir –escribir, leer, predicar-, estamos aún más metidos de lleno en ellas.

    Y de tanto usarlas, tal vez puedan perder el sentido. Empiezas a darlas tan por sentado que no te das cuenta de lo mucho que significan. Entonces hablas, pero no vives.
    Y puede que se te llene la boca con palabras como “alegría”, “amistad”, “fe”, “hermano”, “evangelio”, “amor”. Pero, quizás, un día te das cuenta de que la alegría no es tan profunda, que eres un amigo pésimo, que tu fe vive de rentas o que el amor es solo la letra de una canción.
    No quiero sonar dramático ni tremendo. Es solo que a veces asusta convertir la palabra en cháchara.
    Hay circunstancias en la vida que te enfrentan, de golpe, con el verdadero sentido de las palabras. Situaciones en que lo auténtico no se puede camuflar, lo superficial se desmorona y emerge la desnudez de lo real. Y aunque asusta y quizás duele pensar en la vida en serio, también tiene bastante de oportunidad. Es la ocasión de callar, de silenciar la palabrería, de dejar de abusar de versos gastados… para retomar la palabra sincera. Para recordar que la vida no es un juego. Para que cuando vuelvas a pronunciar, con delicadeza, palabras hermosas… como es un “te quiero”, lo puedas hacer consciente de la belleza, la hondura, la promesa y el compromiso que hay detrás.
    Un último apunte, desde la fe. Decimos que Jesús es la Palabra de Dios. Una palabra que prescinde de falsedad o vacío. Una palabra viva y vivida. Pues también desde la fe, y quizás con minúscula, nosotros podemos ser palabra de ese mismo Dios en este mundo. Una palabra de amor.


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