lunes, 14 de mayo de 2012

María IV: Presentación de Jesús


4. La Presentación de Jesús en el templo
(Lc 2, 21-39)

Contemplamos la escena
* Contemplamos la escena. Nos fijamos en los personajes: en el sacerdote, en María, en Jesús, en San José. Prestamos atención a los colores. Situamos nuestra mirada en la mesa donde están los dones del pan y del vino, representados en un cáliz y una patena.

* Nos situamos en la Presentación de Jesús en el templo. Se da a conocer a los judíos. Se presenta ante Dios, su Padre. Es el comienzo de su vida como judío.


* María ofrece a Jesús para ser circuncidado. Simeón lo toma en sus manos, lo acepta. Aquí, Jesús, va a derramar su primera sangre, su primer sacrificio por los hombres.

* Observa con la veneración que Simeón, el sacerdote, toma a Jesús, con ese paño de pureza. Inclinado recoge al mismo Jesús, que va a ser sacrificado por los hombres y va a derramar su sangre por su salvación. María ofrece a  su  hijo, Jesús. Ella acepta la voluntad de Dios: acepta su sacrificio. José asume, también, esa voluntad que viene de Dios. Él ofrece los dones establecidos por la ley: dos tórtolas o dos pichones.

* En esta escena lo esencial es el sacrificio, la entrega, la donación que Jesús realiza y que prefigura su destino en la cruz: el sacrifico y la sangre derramada. Por ese motivo están los dones de su sacrificio encima de la mesa: patena- pan-cuerpo y cáliz-vino-sangre.


Escuchamos la escena: Lc 2, 21-39
Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidarle, se le dio el nombre de Jesús, el que le dio el Ángel antes de ser concebido en el seno. Cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor, como está escrito en la Ley del Señor: Todo varón primogénito será consagrado al Señor y para ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o dos pichones, conforme a lo que se dice en la Ley del Señor. Y he aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu, vino al Templo; y cuando los padres introdujeron al niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre él, le tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:
Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz;
porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel.
Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él. Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción ¡y a ti misma una espada te atravesará el alma! a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones.
Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad avanzada; después de casarse había vivido siete años con su marido, y permaneció viuda hasta los ochenta y cuatro años; no se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones. Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén. Así que cumplieron todas las cosas según la Ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret.


Reflexión
“Sólo cinco líneas dedica san Lucas a la escena que sigue al nacimiento. Y los demás evangelistas ni la citan, probablemente dándola por supuesta. Y, sin embargo, ocurren en ella dos hechos importantes: la circuncisión y la imposición del nombre de Jesús. Y se añade un dato simbólico emotivo: el Pequeño derrama su primera sangre. […] Tuvo lugar la circuncisión a los ocho días justos del nacimiento y aquella fecha fue, sin duda, importante para María y José Aquel día entraba oficialmente su hijo en alianza con Dios: con aquella sangre derramada se constituía en heredero de las promesas hechas a Abrahán. […] José tomaría el niño bien fajado en sus lienzos. “Vuelvo en seguida” diría a María. Pediría permiso al rabí encargado de la sinagoga para utilizar los instrumentos de circuncidar. El rabino distinguiría en él –con una sonrisa- al padre novato y se dispondría a ayudarle. Jamás podría imaginarse que aquellas gotas de sangre que resbalaron sobre la mesa – y aquellas lagrimas del niño- eran el primer paso para el sacrificio del Cordero”.
(J. L. Martín Descalzo, Vida y Misterio de Jesús de Nazaret, 141. 144)

Oramos la escena:
Bendita sea tu pureza
Bendita sea tu pureza
y eternamente lo sea,
pues todo un Dios se recrea,
en tan graciosa belleza.
A Ti celestial princesa,
Virgen Sagrada María,
te ofrezco en este día,
alma, vida y corazón.
Mírame con compasión,
no me dejes, Madre mía.
Amen.

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