sábado, 31 de octubre de 2009

Nuestra Fraternidad de Dominicos Seglares

El pasado 31 de octubre tuvo lugar en el Convento Santuario de Santo Domingo de Scala Coeli, de Córdoba, una solemne Eucaristía dentro de la cual se procedió a la imposición de insignias y a la formulación de promesas por parte de once miembros de la Fraternidad seglar de Santo Domingo y P. Posadas, de Córdoba.


El solemne acto estuvo presidido por el nuevo Prior de la Provincia Bética de los Dominicos, como se le suele llamar a los miembros de la Orden de Predicadores, el P. Miguel de Burgos, acompañado por el Promotor de la Fraternidad , el P. José Antonio Segovia, y por los demás miembros de la Orden en dicho Convento.

Asimismo estuvieron presentes los participantes en la Asamblea de la Provincia de Andalucía de Dominicos seglares, que se celebró en dicho Convento de Santo Domingo durante los días 30 de octubre al 1 de noviembre, y al que acudieron representantes de diez de las once Fraternidades Seglares dominicanas que actualmente están constituidas en dicha provincia.

La Orden de Predicadores (dominicos) no sólo la forman frailes y monjas, sino que también pueden pertenecer a ella laicos. Por medio del acto de la promesa, los laicos pasan a ser miembros de la Orden y, en cuanto tales, participan de su carisma y misión apostólica, mediante la oración, el estudio y la predicación, según su condición de seglares.

Siguiendo los ejemplos de laicos dominicos como Santa Catalina de Siena y Santa Rosa de Lima, y junto a los más de 100.000 laicos dominicos repartidos por todo el mundo, los nuevos miembros de la Familia dominicana en Córdoba, empiezan un nueva andadura en sus vidas, participando del carisma y misión apostólica de la Orden, mediante la oración, el estudio y la predicación. En Córdoba se integran en la denominada Fraternidad seglar de Santo Domingo y P. Posadas, reuniéndose en el Convento de Santo Domingo de Scala Coeli.

lunes, 12 de octubre de 2009

San Francisco Coll, op



Francisco Coll y Guitart, fundador de las Dominicas de la Anunciata, nace en Gombrèn (Gerona) el 18 de mayo de 1812, siendo el décimo y último hijo de un cardador de lana.

Ya en un primer momento de su vida se dedicó a la formación de los niños, simultaneándola con su formación hacia el sacerdocio en el seminario de Vic, donde había ingresado en 1823.

Por una clara inspiración de Dios entra en la Orden de Predicadores en el convento de Gerona en 1830 y allí vive y hace la profesión solemne y recibe el diaconado, hasta que en 1835 la exclaustración de los religiosos le obliga a vivir fuera del convento, si bien nunca renunció a su profesión dominicana, sino que la vivió con aún mayor intensidad.

Con el consentimiento de sus superiores recibe el presbiterado con el «título de pobreza» en 1836 y fue destinado al ministerio parroquial y enseguida a la predicación itinerante, como le pedía su carisma dominicano. Pasó cuarenta años de intensa predicación en toda Cataluña, bien en misiones populares, bien en grupos, bien solo y fue instrumento importante de la renovación religiosa de aquella sociedad. Su predicación fue de gran fidelidad al Evangelio y de una fácil superación de las circunstancias adversas con gran fe en la vida eterna.


Nombrado director de la Orden seglar dominicana en 1850 tuvo en sus manos el instrumento jurídico para poner remedio a una necesidad urgente de su época y de su región; la formación cristiana de las jóvenes en los lugares más pobres y desatendidos y así puso el fundamento de la congregación de Hermanas Dominicas de la Anunciata en 1856.

Enfermo desde 1869 de achaques diversos, como la ceguera y pérdida de las facultades mentales, muere en Vic (Barcelona) el 2 de abril de 1875 y allí se venera su cuerpo en la casa madre de la congregación. Atrás dejaba una prolongación de su vida y de su misión: más de trescientas Hermanas, animadas de su mismo espíritu. Hoy más de mil Dominicas de la Anunciata, sirven a Cristo en los hermanos: colegios, misiones, hospitales, asilos, residencias, obras sociales, colaboración con parroquias y Obras de Iglesia... todo un amplio abanico del servicio cristiano en Europa, América, África y Asia.

Es beatificado solemnemente por Juan Pablo II el 29 de abril de 1979, y posteriormente canonizado por Benedicto XVI el 11 de octubre de 2009. Hace más de ciento treinta años que falleció el Padre Coll. Pero el Padre Coll, ¡no ha muerto!

En la Homilía de su canonización, Benedicto XVI nos dirigía las siguientes palabras: San Pablo nos recuerda en la segunda lectura que «la Palabra de Dios es viva y eficaz» (Hb 4,12). En ella, el Padre, que está en el cielo, conversa amorosamente con sus hijos de todos los tiempos (cf. Dei Verbum, 21), dándoles a conocer su infinito amor y, de este modo, alentarlos, consolarlos y ofrecerles su designio de salvación para la humanidad y para cada persona. Consciente de ello, San Francisco Coll se dedicó con ahínco a propagarla, cumpliendo así fielmente su vocación en la Orden de Predicadores, en la que profesó. Su pasión fue predicar, en gran parte de manera itinerante y siguiendo la forma de «misiones populares», con el fin de anunciar y reavivar por pueblos y ciudades de Cataluña la Palabra de Dios, ayudando así a las gentes al encuentro profundo con Él. Un encuentro que lleva a la conversión del corazón, a recibir con gozo la gracia divina y a mantener un diálogo constante con Nuestro Señor mediante la oración. Por eso, su actividad evangelizadora incluía una gran entrega al sacramento de la Reconciliación, un énfasis destacado en la Eucaristía y una insistencia constante en la oración. Francisco Coll llegaba al corazón de los demás porque trasmitía lo que él mismo vivía con pasión en su inte rior, lo que ardía en su corazón: el amor de Cristo, su entrega a Él. Para que la semilla de la Palabra de Dios encontrara buena tierra, Francisco fundó la congregación de las Hermanas Dominicas de la Anunciata, con el fin de dar una educación integral a niños y jóvenes, de modo que pudieran ir descubriendo la riqueza insondable que es Cristo, ese amigo fiel que nunca nos abandona ni se cansa de estar a nuestro lado, animando nuestra esperanza con su Palabra de vida.

Más información: Dominicas de la Anunciata.
Vídeo en Youtube

miércoles, 7 de octubre de 2009

Soneto al Rosario


El altar de la Virgen se ilumina
y ante él, de hinojos, la devota gente
su plegaria deshoja lentamente
en la inefable calma vespertina.


Rítmica, mansa, la oración camina
con la dulce cadencia persistente
con que deshace el surtidor la fuente,
con que la brisa la hojarasca inclina.


Tú que esta amable devoción supones
monótona y cansada y no la rezas
porque siempre repite iguales sones,


tú no entiendes de amores y tristezas:
¿qué pobre se cansó de pedir limosna,
qué enamorado, de decir ternezas?

martes, 6 de octubre de 2009

Los dominicos y el Rosario en Córdoba

Una de las advocaciones marianas más extendidas en tierras cordobesas es la de Nuestra Señora del Rosario. Numerosos actos religiosos y lúdicos tienen lugar en numerosos puntos de la geografía provincial, destacando los de Montoro, Almodóvar del Río, Luque, Moriles, Jauja, Nueva Carteya y Pedro Abad. En la relación cabe incluir también a La Carlota, Alcaracejos, Fuente Tójar, Peñarroya y otros pequeños núcleos de población como La Guijarrosa (Santaella), Castil de Campos y Las Lagunillas (Priego).

La devoción a Nuestra Señora del Rosario cobra una indudable importancia en el conjunto de la diócesis a lo largo de los siglos XVI y XVII. La Orden de Predicadores desarrolla una incansable actividad en su difusión que viene facilitada y respaldada por la Santa Sede a través de las indulgencias concedidas por los pontífices. Entre ellos cabe destacar las otorgadas por Gregorio XIII, Sixto V y Alejandro VII.  Asimismo resulta decisiva la instauración de una fiesta el 7 de octubre, aniversario de la batalla naval de Lepanto, por el papa Pío V bajo el nombre de Nuestra Señora de las Victorias que Gregorio XIII traslada en 1573 al primer domingo de octubre con el título de Nuestra Señora del Rosario.


Los primeros focos devocionales a la advocación mariana del Rosario en tierras cordobesas aparecen en los núcleos que cuentan con la presencia de los hijos espirituales de Santo Domingo de Guzmán. En la capital poseen los conventos de San Pablo y Santos Mártires, mientras que en el retiro de la sierra se levanta el de Scala Coeli, cuna de la reforma dominicana. A comienzos del siglo XVI residen comunidades en Doña Mencía y Palma del Río, mientras que a lo largo de la centuria se establecen en tres nuevas localidades del ámbito diocesano: Baena en 1529, Cabra en 1550 y Lucena en 1563.


La hermandad de Nuestra Señora del Rosario más antigua en la demarcación territorial del obispado es la fundada en el convento dominicano de San Pablo de la capital que atraviesa por una de sus etapas de mayor auge en las últimas décadas del siglo XVI y primeros lustros de la centuria del seiscientos.  La fiesta de Nuestra Señora del Rosario se celebra con toda solemnidad y boato. El grandioso templo de San Pablo se engalana con colgaduras y otros elementos ornamentales. La procesión recorre las calles próximas al convento y cuenta con la vistosidad de las danzas y el regocijo de la música.

La activa labor de los dominicos en la propagación de la devoción a Nuestra Señora del Rosario en la geografía diocesana se desarrolla durante el último cuarto del siglo XVI y el primer tercio de la centuria siguiente. A lo largo de este dilatado período de tiempo cabe señalar varias etapas bien definidas.

La primera abarca un reducido número de años y se extiende hasta 1578. La devoción a la Virgen del Rosario logra arraigar solamente en algunas localidades del obispado, entre las que se encuentran Bujalance, Luque y Montoro. La segunda etapa de difusión de la advocación mariana del Rosario se caracteriza por la proliferación de fundaciones de cofradías.

El fenómeno alcanza bastante notoriedad durante la etapa de gobierno del obispo fray Martín de Córdoba y Mendoza (1578-1581), quien como religioso de la Orden de Predicadores favorece la propagación de las hermandades de ese título.  Uno de los instrumentos más eficaces va a ser la autorización concedida el 13 de agosto de 1580 al dominico fray Diego Núñez del Rosario, conventual en San Pedro Mártir de la villa de Marchena, para que erija cofradías dedicadas a Nuestra Señora del Rosario en las localidades del obispado de Córdoba.  La labor desarrollada por este fraile se completa con la que llevan a cabo en 1589 y 1590 fray Juan Criado y fray Pedro Messía respectivamente, ambos integrantes de la comunidad de San Pablo de Córdoba.  Las visitas generales del obispado permiten documentar la existencia de la cofradía del Rosario en un buen número de poblaciones de la diócesis durante el período 1578-1590 que corresponde al de la máxima difusión de esta advocación impulsada por la orden de predicadores.

Los frailes dominicos mantienen, aunque con menor intensidad, la propagación de la devoción a Nuestra Señora del Rosario en la diócesis cordobesa a lo largo del siglo XVII. De un lado, erigen hermandades en nuevas localidades y, de otro, vuelven a fundar la cofradía en aquellas poblaciones donde ha quedado disuelta por razones diversas. En este último caso se encuentran El Carpio y Montoro, cuyas refundaciones se llevan a cabo por religiosos del convento de San Pablo de Córdoba en 1667 y 1681 respectivamente.

El estudio de las cofradías de Nuestra Señora del Rosario nos pone de manifiesto la gran difusión y arraigo de esta devoción en el conjunto de la geografía diocesana. Esta profunda huella mariana en nuestros días tiene un fiel reflejo en las innumerables localidades de la provincia que celebran sus fiestas en honor de una advocación auspiciada originariamente por los dominicos.

Juan Aranda Doncel

viernes, 2 de octubre de 2009

San Agustín, barroco recuperado


La primera vez, y hasta anteayer última, que entré en el convento de San Agustín fue en 1982. Luis Marín, dominico y prior del convento, nos enseñó la iglesia a un grupo de alumnos suyos de la Escuela de Magisterio. Apenas iluminada, impidiendo ver su pretérita belleza, ya tenía un aspecto de ruina que se confirmó con su cierre muy poco después. Este lunes volvía a encontrarme a mi antiguo profesor en la reapertura de San Agustín, tras cerca de treinta años de sucesivas obras y restauraciones. Se le notaba feliz.

No era el único feliz aquel día. Las gentes del popular barrio de San Agustín, que no distinguen entre si es iglesia parroquial o conventual (de hecho pertenece a la feligresía de la parroquia de Santa Marina), inundaron sus naves, porque lo consideran «su» templo. Los arquitectos y restauradores veían culminada su obra. Junta de Andalucía, principalmente, Obispado, Ministerio de Cultura y Cajasur, que han contribuido a lo largo de ese a tiempo a su recuperación, estaban satisfechos. Y cualquier cordobés sensible a su historia y patrimonio, también.


El convento de San Agustín tiene una larguísima historia que podemos dividir en dos etapas: la de los agustinos y la de los dominicos. La primera arranca con su fundación en 1328. Ya los agustinos estaban presentes en Córdoba desde la Reconquista y su convento había pasado del Campo de la Verdad al solar del actual Alcázar, antes de llegar a ese emplazamiento: «Estuvimos vagando de otero en otero hasta parar en la calle de Martín Quero», fue un adagio popular entre los frailes, haciendo alusión al nombre primitivo de la calle donde se alzaba su definitivo convento.

Se iniciaron siglos de esplendor. Cárdenas, Venegas, Carrillo y los marqueses de la Guardia y señores de Santa Eufemia escogían sus capillas como sepultura y aportaban dinero. La hermandad de las Angustias nacía allí en el siglo XVI y, con el patronazgo del señor de Villaseca, propietario del vecino Palacio de las Rejas de Don Gome, y el impulso de fray Pedro de Góngora, Juan de Mesa dejaba allí su talla inmortal. En el siglo XVII cambió su faz gótica por una radicalmente barroca, cubriéndose de frescos, yeserías y canes alados. Y allí existió una Virgen del Tránsito, por la cual el barrio de San Basilio denominó a suya «de Acá».


Tiempos difíciles llegaron con la ocupación francesa de 1808 que la convirtió en pajar, destruyendo numerosos frescos. La desamortización de 1836 expulsó a los frailes y sacó en almoneda lienzos y esculturas. El convento se transformó en solar, la iglesia quedó vacía y los vecinos aprovecharon para escarbar en sus muros y verter allí sus aguas. Seriamente dañada la iglesia, el obispo José Pozuelo ofreció en 1900 su gestión a los dominicos, que habían sufrido con su convento de San Pablo un proceso similar al de los agustinos.


Con la Orden de Predicadores, recuperó durante un tiempo su vitalidad, tal y como describió el lunes Pablo García Baena, nacido en la cercana calle de las Parras, que en sus recuerdos de niñez describió un barrio lleno de bullicio y una iglesia plena de altares e imágenes, belleza y armonía, al irlos descubriendo en su penumbra característica. Terminó el poeta citando para San Agustín unas palabras de su titular: «¡Oh hermosura, siempre antigua y siempre nueva!».



Restaurado materialmente el templo, corresponde ahora a los dominicos mantenerlo vivo y abierto a la sociedad y a diversas celebraciones. Para ello la vida pastoral debe ser allí tan atractiva como la joya patrimonial barroca.

Juan José Primo Jurado, en ABC-Córdoba, 30-09-09
 También Diario Cordoba y El Día de Córdoba