sábado, 9 de agosto de 2008

Santo Domingo


El bienaventurado Domingo se atraía con facilidad el amor de todos; apenas le veían, se introducía sin dificultad en su corazón. En su hablar y actuar se mostraba siempre como un hombre evangélico. Durante el día, nadie más afable con los frailes o compañeros de viaje; nadie más alegre. Durante la noche, nadie más perseverante en velar en oración. Por la noche se detenía en el llanto, y por la mañana le inundaba la alegría (Sal 29,6). Consagraba el día a su prójimo, y la noche al Señor, convencido como estaba de que el Señor ha enviado durante el día su misericordia, y de noche su cántico. Lloraba muy abundantemente y con mucha frecuencia, y las lágrimas fueron para él su pan de día y noche, (Sal 41,4). De día, sobre todo, cuando celebraba, con frecuencia o diariamente, la misa solemne; de noche, cuando velaba en constantes vigilias.

Tenía la costumbre de pernoctar muy frecuentemente en las iglesias, hasta el punto de que apenas o muy raramente parece que tuvo un lecho determinado para descansar. Oraba por las noches, y permanecía velando todo el tiempo que podía arrancar a su frágil cuerpo. Cuando, al fin, llegaba la fatiga y se distendía su espíritu, reclamado por la necesidad de dormir, descansaba un poco ante el altar, o en otro cualquier lugar, y también reclinaba la cabeza sobre una piedra, a ejemplo del patriarca Jacob. De nuevo volvía a la vigilia, y reemprendía su fervorosa oración.

Daba cabida a todos los hombres en su abismo de caridad; como amaba a todos, de todos era amado. Hacía suyo el lema de alegrarse con los que se alegran y llorar con los que lloran. Inundado como estaba de piedad, se prodigaba en atención al prójimo y en compasión hacia los necesitados. Otro rasgo le hacía gratísimo a todos: el de avanzar por un camino de sencillez, sin mostrar nunca vestigio alguno de doblez o de ficción, tanto en palabras como en obras.

Verdadero amante de la pobreza, usaba vestidos baratos. Su moderación en la comida y bebida era muy grande; evitaba lo exquisito y se contentaba de buena gana con una comida sencilla. Tenía un firme dominio de su cuerpo.

¿Quién será capaz de imitar en todo la virtud do este hombre? Podemos admirarla y, a la luz de su ejemplo, apreciar la flojedad de nuestro tiempo. Poder lo que él pudo no está al alcance de las fuerzas humanas sino que es una gracia única de Dios, a menos que la bondad misericordiosa del Señor se dignara quizá conceder a alguien alcanzar semejante cima de santidad. Sigamos entre tanto, hermanos, en la medida de nuestras posibilidades, las huellas paternas, y a la vez demos gracias al Redentor, que nos ha dado a sus siervos en este camino por el que vamos, un semejante jefe, y nos ha regenerado por medio de él para entrar en la luz de este género de vida. Pidamos al Padre de las misericordias, que conducidos por el Espíritu por el que obran los hijos de Dios, merezcamos llegar también nosotros, en recto recorrido por el camino que establecieron nuestros padres, a la misma meta de perpetua felicidad y sempiterna bienaventuranza, en la que ha entrado ya él, feliz por toda la eternidad. Amén.


(Fr. Jordán de Sajonia, sucesor de Santo Domingo. Año 1234)

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